—¿Por qué yo?
—Porque conectas con la gente. Hay que reconocer que Ernesto y Felipe han hecho méritos, pero no tienen tu frescura.
—Ahí fuera se van a cebar conmigo, por mi edad.
—Lo he valorado. Joaquín, tu juventud y tu cercanía juegan a tu favor. Eres honesto. Estás limpio. Tu nombre no sale en ningún escándalo inmobiliario. Tienes temple. Eres el mejor portavoz que hemos tenido.
—Ser portavoz es una cosa, pero encabezar la lista de las generales son palabras mayores.
Abrumado, controlando la respiración y aparentando normalidad, Joaquín Gutiérrez subió ágil las escaleras al tiempo que sonaba el himno del partido. Alzó las manos saludando a afiliados y simpatizantes que agitaban pequeñas banderas con su rostro y el lema de campaña: Juntos, podemos. Conocía las técnicas discursivas, el lenguaje corporal, el juego de lanzar preguntas para responderlas él mismo, y lideraba las encuestas de intención de voto, a pesar del fracaso en la reforma de las pensiones.
Le gustaba hablar a la ciudadanía como si la abuela estuviera escuchando. Le parecía más fácil. La recordaba en la cocina entre potes y cacerolas, con su cara redonda: “Esto no son sólo alubias con tocino y morcilla. La buena fabada, la de verdad, tiene chorizo, jamón, costillas, lacón y oreja. Quin, vas a ver qué rica sale”. Y Joaquín ponía el mismo énfasis al mitin que la abuela tras la mesa de la cocina del pueblo.
Cuatro años atrás Joaquín Gutiérrez había logrado la presidencia contra todo pronóstico y de nuevo se proponía a darlo todo. Su mejor técnica era mantenerse cuerdo. Fue duro con las corruptelas en Zamora, dimitió al ministro de Defensa por supuestos abusos del Ejército y logró un consenso histórico sobre la financiación de la sanidad.
Habían llovido leyes, decretos y sesiones parlamentarias desde que le propusieron como candidato a sus 39 años. Ahora, con la misma energía y forma física, miraba a los ojos, asentía, se defendía, se dejaba maquillar y temía que el gasto en vestuario fuera excesivo. Dejaba en manos de los asesores el cuidado de la imagen y la obsesión por las estadísticas. Lo importante, pensaba, era transmitir un mensaje creíble y de seguridad.
—Mírenme —decía—. No soy diferente a ustedes. Formo parte de un equipo. Un buen equipo. —Apuntaba a la primera fila, donde se sentaban sus ministros y el núcleo duro del partido, y el público aplaudía haciendo comentarios sobre su humildad e incluso alguna incondicional le piropeaba—. Gracias, compañeros y compañeras. Decía que no soy tan diferente. Formo parte de una sociedad que pelea por salir adelante, que trabaja, que tiene ilusiones, que quiere una buena educación para sus hijos, buenos hospitales y buenas carreteras para ir a casa por Navidad o para viajar en vacaciones. —A partir de ahí, se dejaba la voz con propuestas para reducir los accidentes de tráfico, la siniestralidad laboral y recitaba una lista de promesas electorales.
Durante 15 días, su vida se reducía a mítines por toda la geografía española. Micrófonos, cámaras de televisión y permanentes cuidados para controlar el estrés. La preparación física y mental era su arma secreta. Saludar, comer, sonreír, comer, tener respuestas, comer, convencer, asumir posturas más en contra que a favor y continuar. Joaquín tenía poco tiempo para pensar. Se dejaba llevar y confiaba en su equipo de campaña. Demasiadas entidades a las que complacer, innumerables restaurantes para reuniones privadas con élites de sectores varios y hoteles con medidas de seguridad extremas. Además, debía ser atento con los espontáneos que le parecía que salían como setas y le dejaban en evidencia porque no estaban en el guión.
—¡Quin, Quin, aquí!
Joaquín saludaba y estrechaba manos sin reparar demasiado en los rostros. Miraba a los ojos, pero eran muchas caras en pocos segundos.
—Gracias por el apoyo, señora.
—¿Tú a quién llamas señora?
—Disculpe, señorita —dijo Joaquín, sonriendo y restando importancia a la situación.
—¡Qué señora ni qué señorita! ¿Qué no me conoces?
Joaquín la miró. “No puede ser”, pensó. Ella, con medio cuerpo tras la valla y el otro medio a punto de salir para abrazarle.
—¡Señora Paquita, qué alegría verla!
—¡Qué no me llames señora, hombre! Ya era hora de que vinieras a ver a la virgen de Covadonga. Oye, que vengo a decirte que te vengas hoy a casa a cenar, que estarás cansado de tanto viaje. Voy a preparar una fabada que te mueres. ¿Y no puedo pasar a hablar contigo?
Joaquín hizo una señal a seguridad. Paquita esperó con impaciencia en un reservado del pabellón a que acabaran los discursos. Ella cuidaba de la casa de la abuela. Joaquín pensaba en ir a visitarla, pero los años pasaban rápido. Era hijo único de hijos únicos. Sin la abuela y con los padres mayores, volver a Covadonga no entraba en sus planes inmediatos.
—Paquita, creo que es la primera vez que la veo sin el delantal.
—Claro, que no voy a ver al presidente con la bata de andar por casa. Oye, niño, qué bien hablas, pero qué cansinos los políticos con tanta palabrería. Que yo te voto, ¿eh? pero llevo dos horas esperando y tengo que hacer la fabada. ¿No habrás quedado con alguien importante esta noche?
—Claro, con usted —dijo Joaquín, viendo el orgullo y el agradecimiento en los ojos de ella.
Durante la tarde visitó un par de pueblos cercanos, pero a las nueve se dirigió puntual a casa de Paquita. Le gustaban esas improvisaciones. “Mi gente”, pensaba. Paquita y su marido le estarían esperando con un pan recién hecho en la mesa. ¿Vivirían solos? Cuando Joaquín todavía no tenía ni canas ni entradas, iba a casa de Paquita a jugar con sus hijos. Ojalá pudiera verlos. Conocía el camino de memoria. Mandó parar el coche trescientos metros antes de llegar y bajó para ir campo a través. A oscuras, llegó sin dudar hasta la puerta, guiado por ese olor a potaje con tocino, chorizo y morcilla.
Ana Basanta
Ganadora del Concurso Literario de Historias Cortas Vita Brevis 2013