De todas las enfermedades raras, la de Laura era de las más extraordinarias. De pequeña, su madre le reprendía cuando se excitaba demasiado porque después pasaba mala noche. Le sentaba a peinar muñecas y le prohibía cualquier juego competitivo. Emocionarse con dibujos animados o que le hicieran cosquillas podía significar semanas en cama por dolores de cabeza. Laura tenía intolerancia a la risa. El nervio auditivo se saturaba hasta provocar zumbidos internos que subían de intensidad y resonaban en el cerebro, lo que ocasionaba momentos críticos de ansiedad.
Para Laura no había parques de atracciones ni fiestas de cumpleaños. Se especializó en estudiar y pintar. Incluso fue a clases de costura. Y es que Laura no podía aguantar su risa, ni la de los demás.
Fue al centro comercial a comprar regalos de Navidad. Ropa, libros, perfumes y lo que le alcanzase el presupuesto. Junto a los Reyes Magos, un grupo de payasos amenizaba la espera de los niños antes de entregar la carta y sentarse en las rodillas de Sus Majestades. A Laura comenzó a temblarle la mano, la música de los comercios hacía que aún no escuchara los pitidos, pero decidió volver a casa para estar en silencio.
Cogió el metro. Poco antes de llegar a su parada, escuchó un ruido ensordecedor. El tren frenó en seco, desequilibrando a los viajeros y haciendo caer a algunos. Parecía una explosión o un derrumbe. Tras el desconcierto inicial, un pasajero consiguió romper un cristal para recorrer los escasos veinte metros que les separaban de la estación. Un empujón hizo avanzar a Laura con la muchedumbre, y los regalos quedaron desperdigados por suelo.
Una ventana rota. Un objetivo. Brazos, golpes, hombros. Carrera de tacos y tacones. La hebilla de un bolso en la costilla de Laura. Atrapada. Más codazos. Dos metros. Un metro. Medio metro. Apretujones. Por fin, fuera.
El primer vagón había salido de la vía y el techo de la estación había sepultado los raíles. Algunas personas se llevaban las manos a la cabeza, otras cogían a los pequeños en brazos y todas corrían hacia la calle.
Laura observaba esa competición de tropezones y caídas. Recordaba el estruendo y contemplaba confusa el alboroto, pero no escuchaba nada.
Ya en el vestíbulo, un trabajador del metro le tomó del brazo y le preguntó si estaba bien. Dos palabras:
―No oigo.
Laura permanecía bloqueada. Sus padres fueron a buscarla a urgencias, donde le dijeron que podría tratarse de una lesión auditiva puntual. De camino a casa, se esforzaba en escuchar el motor y el claxon de los coches. Imposible. En el portal, dos chicas carcajeaban hasta llorar. A Laura le daba pánico pensar que iban a volver los ruidos en la cabeza, pasó por su lado y no sintió nada.
El telediario de las nueve explicó que parte del techo de la estación se había desplomado debido a una construcción deficiente y antigua que no contaba con los necesarios trabajos de mantenimiento.
A la mañana siguiente, Laura tarareaba estribillos pegadizos. Imaginó lo que debía desafinar y se le escapó la risa. No pasó nada. Se maravilló. Notó las mandíbulas vibrar. Ni rastro de zumbidos. Abrió la boca al máximo. Sollozó. Relajó los músculos de la cara. Forzó muecas delante del espejo y provocó una risa corta. Bien. Repitió. Un poco más. Una carcajada. Dos carcajadas. Tres más, prolongadas. Alzó los brazos y los agitó como si hubiera ganado un premio. Fue a la cocina, donde sus padres desayunaban.
―Decid ja. Ja, ja, ja. ―Vocalizaba cada sílaba, burlona, mientras les animaba a que la siguieran―. Ja, ja, ja, ja. Aaaajajaaaa.
El otorrino y la prueba de audiometría confirmaron la sordera, que podía ser reversible, pero a pesar de las insistencias médicas y familiares, Laura no quiso seguir ningún tratamiento. Ni especialistas ni operaciones. Que no, que ya había oído bastante.
Desaparecieron los dolores de cabeza. Aprendió el lenguaje de los signos, devoraba cómics, disfrutaba del circo y pasaba horas viendo películas antiguas con subtítulos.
Había pasado un año desde el incidente del metro. Laura llegó a su nuevo trabajo y se cambió de ropa. Camisa rosa con botones verdes, pantalones de rombos y zapatos gigantes. Maquillaje excesivo, peluca rizada y nariz de bola.
Un nuevo cumpleaños estaba a punto de empezar. Bocas de chocolate, niños atolondrados corriendo a sentarse y caras expectantes. La función animaba al griterío y Laura sentía la vida en carcajadas.
Ana Basanta
Segundo Premio en Prosa en Castellano
Concurso Literario El Pilar de Vuit 2012
Maravilloso relato, me ha emocionado y un final a la altura de la historia. Felicidades
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Muchas gracias! A mí también me emocionó escribirlo. Qué bien saber que se contagia un poquito. Saludos.
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