Recuerdo un momento egoísta de felicidad completa al que me gusta transportarme. Sí, era un lugar exótico, pero podía haber sido cualquier otro. Era tan perfecto que resulta extraño. Quizás por eso lo recuerdo. Salí a cubierta a la hora de mayor sol, en pleno mes de marzo, luciendo un bronceado que ni en los mejores veranos en la playa. Subí a la parte de arriba. No había nadie. Unas hamacas en un barco rumbo a otra isla. De isla en isla, de baño en baño, de sol a sol. La mejor vida. Me tumbé y sentí el calor en la cara y en los huesos, rumbo al paraíso.
Y nada más existía. El sol, la piel morena, el descanso absoluto. Y creí que todo estaba a mi alcance, que merecía lo bueno que me estaba pasando, que la libertad era ese momento, que me quería, que me cuidaba, que nadie debía hacerlo por mí, que había llegado hasta allí y que podría navegar hasta el infinito.
Lo que no sabía era que, con el tiempo, esos minutos de placer que podrían parecer caprichosos e incluso livianos, fueron mi regalo al que poder volver cuando todo se derrumbara. Y en los días malos, voy a donde quiero.
Un viaje de varios meses con escala en las Galápagos fue algo más que nadar con leones marinos y ver en primera línea bancos de peces de colores en versión original. Cada día, un descubrimiento. Como si el paso del hombre no hubiera existido.
Sol, silencio, calor, cubierta. Mi mayor esfuerzo fue incorporarme y apoyar los codos en la hamaca para sentir el viento en la cara. Y el mundo sonreía.
Hay un lugar en el mundo que me hace seguir como el viento, a veces huracanado, a veces tranquilo, pero siempre avanzando. No caigo en el desasosiego, intento sonreír. A veces pierdo la calma, soy humana. No dejo de querer, vale la pena.
Finalista del III Concurso Nacional de Relatos de Mujeres Viajeras
Ana Basanta Libros 