Entre glaciares

Mi prima Sandra y yo fuimos a Noruega sólo porque nuestros maridos decían que no teníamos nada que hacer allí. Diez días de otoño para nosotras entre fiordos vertiginosos, bosques de troles legendarios y precios escandinavos que nos dejaban heladas.

En Oslo, yo me moría por ver ‘El Grito’, de Edvard Munch, y ella correteaba por el parque Vigeland, un festival de esculturas de piedra que nos regaló una tarde de risas. Nos fotografiamos imitando las figuras del niño que pataleaba, las jóvenes que enseñaban cacha y los atletas corriendo extasiados.

Ese viaje nos devolvió la energía, sobre todo a Sandra. Alquilamos un coche para hacer la ruta Voss-Flam-Bergen, bromeando sobre quién era Thelma y quién Louise. Sandra refunfuñaba sobre su sobrepeso y se engañaba sobre los sacrificios de una dieta que, por supuesto, no cumplía. Conservaba unas facciones finas y el desparpajo de quién un día fue reina de la pasarela. Bajamos para ver una iglesia vikinga de madera.

—Mira, está decorada con cuernos ¡Qué mal rollo casarte rodeada de tanta infidelidad! —dije,  mirando hacia lo alto con los brazos cruzados para entrar en calor.

Me pareció un comentario inofensivo, pero cuando la miré picarona buscando su complicidad, ni se inmutó. Ya en el coche, mientras divisábamos las primeras nieves, le pregunté por Diego, su marido. Los monosílabos como respuesta denotaban que algo iba mal.

Hubo que llegar a Bergen y conocer sus bares de tradición marinera para que hablara claro. Se dejó emborrachar. Confesó que tanto alcohol, le encendía.

—¡Qué calentura, nena! —dijo resoplando mientras se abanicaba ansiosa con el mapa de carreteras.

—Como pilles a Diego con ese instinto animal, escuchimizado lo dejas al pobre.

—Uf, hasta el camarero ese gordo me pone marrana.

Miré hacia la barra. Qué hombre con forma de barrilete más poco agraciado. Sandra le sonrió mientras alzaba la jarra de cerveza, pero él tenía demasiado trabajo para atenderla. En efecto, mi prima tenía una tensión sexual sin resolver. Nunca la había visto tan salida, solía guardar más la compostura.

—¿Tú desde cuándo no follas? —le pregunté.

Había que ser directa para que Sandra se explicara. El problema era mayor de lo que imaginé. Dormía con Diego, pero hacía casi un año que no la tocaba. Él viajaba más que de costumbre y estaba en casa una o dos noches por semana. Sandra, con 14 años de matrimonio a sus espaldas, lo soportaba perpleja y humillada. Había comprado ligas y picardías transparentes para provocar su atención, pero Diego solía girar la cara e iba a la nevera a por una cerveza o algo para comer.

Cuando ella le confesó hacía diez meses que quería tener hijos, dejaron de hacer el amor. Él no quería ser padre y optó por el método que le pareció más eficaz. Después de aquello, Sandra había pensado en serle infiel. Sospechaba que Diego frecuentaba prostitutas. Se sentía estafada y se creía con derecho a coquetear con otro. Yo le animé a que lo hiciera, por desahogo o por placer. Consideraba que en esas circunstancias, era casi un derecho constitucional.

Noruega nos pareció el mejor sitio para hacer un lavado espiritual. Paz, silencio y belleza inmóvil. No queríamos que llegara el lunes, pero se acercaba. El domingo por la tarde salimos de nuestra burbuja mágica y regresamos a casa. Carlos, mi marido, vino a buscarme al aeropuerto. Diego no apareció. Sandra llamó y confirmó que no vendría.

—Te llevamos a casa —le dije.

Carlos abrió los ojos y me miró inquisidor. Sandra vivía a dos horas de allí. Levanté la ceja izquierda y él agachó la cabeza.

—No se hable más. Te llevamos —afirmó Carlos mientras nos ayudaba con el equipaje.

Sandra y yo bombardeamos a Carlos con nuestras explicaciones sobre parques naturales, glaciares y cascadas. Nos atropellábamos al hablar y él nos reprendía por no haberle invitado. El coche paró. Acompañé a Sandra hasta la puerta de casa y allí, ante el umbral, soltó la maleta. Se frotó los ojos y dejó ir las manos por las mejillas.

—¿Qué hago? —me preguntó.

—No estoy aquí para decidir por ti, estoy aquí para apoyar tu decisión.

Habíamos hablado de ese momento. Podía elegir entre irse por amor propio o quedarse por la esperanza de que funcionara. Respiró. Se mordió los labios. Miró al suelo y, casi por instinto, llamó al timbre.

Por Ana Basanta

De la antología de relatos «Cuento atrás»


3 respuestas a “Entre glaciares

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