El sillón de la reina

Como cada mañana, María ayudaba a su madre a vestirse mientras se hacía el café. Ya en la mesa, Marcos le daba el desayuno a la abuela y, si era fin de semana, la llevaba al parque.

—Mírala, qué guapa está cuando sonríe —decía Marcos, acercando un pañuelo a la barbilla de la abuela Elsa para limpiar dos gotitas de leche.

—Eso es que sabe que la llevas al parque —apuntaba María.

El sol abrasaba junto al lago de agua plateada que parecía sacada de un cuento, con sus cisnes altivos y sus graciosas familias de patos. Marcos empujaba con cuidado la silla de ruedas hasta rozar el borde, como a la abuela le gustaba. Ahí descansaban unos minutos y Elsa se dejaba transportar.

“¿Has visto, qué mañana tan bonita? ¿Recuerdas? Estaba la piscina. Hacía tanto calor aquel día. Yo apoyaba antebrazos y barbilla en el bordillo. No te esperaba. Deslizaste tus dedos de hombros a manos y me dejé arropar. Qué morenos estábamos”. A Elsa se le humedecían las pupilas, quizás por los recuerdos, quizás por el sol. Un hilo de lágrima se escurría y Marcos se apresuraba con el pañuelo para secarla.

—Mírala, qué carita más limpia. ¿Estás bien, abuela? ¿Seguimos con el paseo?

Y la abuela sonreía. Marcos solía hacer el mismo recorrido, ajeno a los pensamientos y vivencias de Elsa. Del lago al área de juegos, por una zona arbolada que hacía sombra en el camino. Allí, sentado en la espaldera de un banco estaba Juan, compañero de clase de Marcos.

—¡Hola Marcos! ¿Qué hay, señora Elsa?

Juan aún recordaba los flanes y bizcochos que preparaba la abuela Elsa, que era como una especie de abuela de todos los chicos del barrio. Se levantó del banco para darle un beso.

—Señora Elsa, pero qué bien huele, cada día está más guapa. ¿Qué tal, Marcos, alguna novedad?

—Poca cosa, hay que hacer ejercicios de movilidad en brazos y piernas para que no se quede agarrotada, pero bueno, lo va haciendo bastante bien, para tener 82 años.

—¿Entiende bien?

—Sonríe de vez en cuando, yo creo que a veces sí.

—Señora Elsa, ¿se acuerda de mí? El Juan —decía, inclinándose, con un tono de voz más alto de lo normal.

—¡Qué no está sorda!

—¡Ah, bueno! ¿Vienes luego a casa para ver el partido?

—Vale, a las ocho estoy allí.

Marcos y Elsa se dirigían hacia la plaza central, donde tocaban unos músicos callejeros, y de nuevo Elsa sintió que bailaba. “¿Recuerdas? La orquesta agotaba su repertorio y no queríamos que acabara. Me alzaste y diste vueltas. Volé. Jamás he estado tan cerca de nadie”. Y, como entonces, Elsa le veía acercarse, con pantalón de tela negra y camisa blanca, como un novio. Sus cuerpos encajaban al compás y Elsa quería más de aquello.

Elsa volvía a ser adolescente y le imaginaba a su lado y percibía su torso y prescindían de sus ropas y se descubrían y estaban vivos. Se llamaba Marcos. Marcos adorable, Marcos complaciente, Marcos delicioso, Marcos confidente, Marcos, Marcos, Marcos.

Marcos, el nieto, paró ante el único camino del parque por el que circulaban vehículos. Esperó a que pasara una moto que, sin él saberlo, atormentó a la abuela. “No, por favor. Otra vez no”. Elsa deseó paralizada que la moto llegara a su destino, que no cayera, que no ocurriera, y revivió, desencajada, la mañana del horror, cuando su madre le comunicó la noticia. No quiso escuchar, lo negó y, con el tiempo, pidió perdón a Marcos. “Debí haber visitado a tu madre y no limitarme a encuentros casuales. Me quería por haberte querido. No sabe cuánto”.

Elsa añoraba a Marcos como el marido que no pudo ser. “¿Me casé pronto, verdad? Todos lo hacían. Llamé Marcos a mi primer hijo y María a la niña”. En el balance mental de su vida, le confesaba que hubiera pensado que aguantar un cachete, un empujón o un desprecio, era lo normal, si no le hubiese conocido antes. “Creí olvidarte un tiempo, pero volviste, justo cuando reconocí que no sabía con quién dormía, ni por qué lo hacía. Apareciste en la nada y te oí preguntar: ‘¿Tú, qué quieres?’ Y quise irme y te busqué en todas partes”.

“Tuve el dudoso privilegio de estrenarme en el divorcio en un país católico y sin recursos. Fue lo correcto. Fui madre y padre, y desterré a cualquiera que quisiera ejercer. Y los niños crecieron sin miedo. Y tuve nietos. He amado tanto, Marcos”.

De regreso a casa, pararon en la panadería de doña Aurora.

—Buenos días, Marcos ¿una barra de leña y un brioche?

—Sí, gracias, y un brazo de gitano de nata.

—¿Qué celebramos?

—Nada en concreto, estará fresco y a la abuela le es fácil de comer.

—Anda, señora Elsa, que no se quejará de nieto. Fíjate, qué bien se mantiene, para su edad. Tiene una piel finita y una cara dulce. Y con todo lo que ha pasado. Lo que le digo yo, que tiene un nieto que se lo van a rifar las suegras.

Elsa fijaba su mirada en las tartaletas de frutas y crema. Tan inocentes aquellas meriendas… O no tan inocentes… “¿Cómo se nos ocurrió?” Y volvían las risas. La venda en los ojos de Marcos, que a ciegas comía del ombligo de Elsa, perdido de jugo de fresa. Elsa de vientre liso y manos maestras. ¿Ocurrió, de verdad, Elsa? ¿Existió? ¿Y si ya no está, existe?

Elsa veía el portal cada vez más cerca y proseguía, con escozor de ojos y ardor de garganta: “No me dan leche con cañita, es que tomo un cóctel. No me colocan en silla de ruedas, es el sillón de la reina. No he dejado de hablar, decidí reservarme para ti”.

Ana Basanta

El sillón de la reina

Mención especial en el VI Concurso Literario de relatos breves El Laurel


4 respuestas a “El sillón de la reina

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